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La inseguridad ciudadana ha cambiado, irremediablemente, nuestras vidas. Nunca antes se había producido una conjunción tan inquietante entre unos niveles elevados y sostenidos de delincuencia y la cronificación social de un miedo difuso al delito. Resulta llamativo, sin embargo, el contraste entre el abundante ruido (pocos temas reciben tanta atención) y la escasa reflexión que suscita el fenómeno contemporáneo de la inseguridad ciudadana. Basta con etiquetar un problema público como “de seguridad” para que un examen pausado y ecuánime quede descartado; entonces ya sólo parece factible una acción rápida y enérgica que, por impulsiva y desorientada, se verá frecuentemente reducida a una simple gesticulación incapaz de solucionar el problema y que, en el peor de los casos, incluso podrá llegar a agravarlo. No se trata, pues, de persistir en el debate político, en base a vetustas ideas preestablecidas, acerca de la idoneidad de las estrategias participativas (mediación, justicia de proximidad, participación comunitaria, policía de proximidad) o bien punitivas (tolerancia cero), sino de ver con absoluta nitidez la necesidad de basar las políticas públicas de seguridad en un diagnóstico ajustado de los problemas específicos que se pretende solucionar.